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jueves, 16 de julio de 2015

MARÍA Y YO. UNA PACIENTE HISTORIA DE AMOR DE LA MATER POR UNA DESNORTADA HIJA

Nª Sra. de los Dolores, s. XVIII Requena

Desconozco cuáles son los recursos mentales por los cuales en la infancia se nos quedan imborrablemente grabados sucesos, palabras, imágenes, que luego afloran en nuestra vida adulta. Lo que sí sé, desde la perspectiva que me brindan mis algo más de seis décadas de vida, que en mi infancia, convertida ya en el “paraíso de la memoria”, se quedó grabada la imagen de la Virgen María bajo tres “retratos” diferentes: la bellísima Virgen del Carmen, la austera y señoral Nª Señora de los Dolores, ambas del templo del Carmen, y la dulcísima María de la iglesia del convento de los padres Claretianos, a donde iba a misa con mi abuela Emilia. Imágenes de la infancia que quedaron sepultadas bajo las intensas capas del polvo del tiempo que fue tejiendo un tapiz de olvido.

Inmaculado Corazón de María, Requena
     Quienes nacimos a mediados del siglo XX crecimos en una sociedad formalmente católica. Mi pueblo no era especialmente religioso, más bien rayaba en la frialdad, ni siquiera recuerdo una intensa devoción mariana, aunque a la Virgen se le dedica la procesión del Viernes Santo por la noche y la ofrenda de flores en las fiestas del verano. Nada parecido, ni remotamente, a la devoción mariana en Andalucía. Más o menos entre los cinco y los nueve años permanecí en la escuela pública de primaria, desde donde recuerdo que salíamos, con nuestros blancos uniformes bien disciplinados, a rezar el viacrucis, en los días previos a la Semana Santa, a la iglesia del Carmen.

Templo de El Carmen, Requena
Ya no recuerdo si fue en esa época o posteriormente, durante el bachillerato elemental que cursamos desde los 9 a los 14 años, cuando nos llevaban a hacer ejercicios espirituales de Cuaresma al colegio de las monjas de Nª Señora de la Consolación, en los cuales se rezaba el rosario, pero del que yo vagamente recuerdo una letanía que se me hacía larguísima. En el bachillerato, la religión era una asignatura “fuerte” o por lo menos tuvimos un profesor que realmente hizo que aprendiéramos historia sagrada. Sin embargo, el fin de nuestra infancia y los comienzos de la inquieta adolescencia fueron paralelos al Concilio Vaticano II y, en nuestra juventud, experimentamos la misma confusión y desnortamiento religioso que muchos, incluidos religiosos y sacerdotes. En consecuencia, en aquellos momentos claves de mi formación, como persona y como creyente, no solo no arraigó ningún tipo de piedad o devoción mariana, sino que me inundó el aniconismo imperante en un postconcilio mal digerido. Es decir, desaparecieron las imágenes de las iglesias y con ellas las de la Virgen María, nos quedamos con “la sola cruz”, con la excepción de alguna imagen patronal más o menos venerada.

Los comienzos de mujer joven se desarrollaron en un ambiente universitario ya muy impregnado de laicismo y anticlericalismo, lo que, unido al predominio cultural de la izquierda, las dudas que la historia de la Iglesia me generaba, y que no encontré en aquel momento quien me las aclarase bien, contribuyeron a que yo dejara toda práctica religiosa y abandonase la Iglesia durante unas dos décadas, de los veinte a los cuarenta años. No obstante, he de admitir que, incluso en los largos años de la soberbia intelectual, supuestamente agnóstica, en la que me había convertido, la procesión de la Soledad en la noche del Viernes Santo en mi pueblo era algo tan irremediablemente atrayente que acababa en ella, incluso llevando las andas de la Mater Dolorosa. Cuando finalmente dejábamos a la Virgen de nuevo en el templo del Carmen, aquella salve, cantada en latín por todas las mujeres del pueblo, me estremecía hasta la saciedad porque me recordaba las muchas veces que de pequeña asistí a esa misma ceremonia, amparada en la confortable mano de mi madre o de mi abuela. Claro que el impacto emocional, de las muy ocasionales visitas a mi pueblo en Semana Santa, no daba lugar a conversión alguna. Al menos de momento. Aunque tal vez la Virgen guardó cada uno de aquellos momentos en su corazón de Madre y esperó pacientemente mi retorno. Me gusta pensar que fue como en una película que vi de niña, Promesa rota[1].

Mater de Schoenstatt
     Mucho tiempo transcurrió hasta que la Mater entró a saco en mi vida. Y aun así, pasó bastante tiempo hasta que la “redescubrí” y la fui tomando como modelo de vida hasta firmar un Alianza de Amor con ella. Pero tardé. Hoy diría que la Mater me había ido dando pequeños toques de atención, pero, sinceramente, no me enteraba. Hoy me gusta recordar todos aquellos pequeños reclamos porque es como constatar que, pese a mi abandono y mi alejamiento, la Virgen nunca estuvo lejos de mí, y esa experiencia puede servir a tantas otras personas que andan por ahí tan desnortadas como anduve yo.


     Mi retorno a la Iglesia se realizó en ambientes cristianos progresistas muy comprometidos con la dimensión social de la fe, en los que la Virgen María no era más que parte del “resto fiel de Israel”, mostrando un cierto desconocimiento de algo que el tan admirado Concilio Vaticano II sí había dicho, y era que la auténtica devoción mariana “no consiste en un afecto estéril ni transitorio, ni en vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, por la que somos conducidos a conocer la excelencia de la Madre de Dios y que nos mueve a un amor filial hacia nuestra madre, y a la imitación de sus virtudes”(Lumen Gentium 67). Pero esto no parecía interesar mucho a los católicos progres y, a fuerza de sinceridad, diré que, en aquellos momentos, a mí tampoco.

     Cierto que los excesos de la devoción mariana habían contribuido más a un apartamiento de Cristo que a un acercamiento y que el culto popular mariano posiblemente se había pasado un poco otorgándole una devoción a María que únicamente se debe a Dios. Recuerdo que, ya en Córdoba y no hace mucho, un día escuché a una persona decir una frase que me hizo parpadear varias veces. Era una mujer realmente devota de la Virgen y merecedora de innumerables gracias por su parte, le oí decir: “...Pues yo no sé quién manda más allí arriba, si Dios o la Virgen”. Creo que le puntualicé algo sobre Dios y sobre la Virgen, al fin y al cabo estaba estudiando teología, pero creo que la señora tampoco me prestó mucha atención.


Iglesia de San Miguel, Córdoba
     Pese a la intensa actividad social, yo tenía cada día más sed de algo que no podía definir. Luego vino un tiempo de cristificación de mi vida. El Señor ya me había atrapado de nuevo en sus redes y fue poniendo personas a mi lado que me iban a reconducir inequívocamente hasta él. Viene a mi memoria la tarde en la que, en la sacristía de San Miguel, le pregunté al sacerdote con el que solía hablar con bastante frecuencia: “Don Pedro[2], ¿y la Virgen María?”. “No te preocupes, hija”, me respondió, “que el Señor te la traerá. Al revés que casi todo el mundo, a quien María lleva a Jesús, a ti el Hijo te va a traer a su Madre”. Y así fue.



     Un día, durante unos ejercicios espirituales en un viejo monasterio románico perdido entre montañas, conocí a un obispo al cual oiría hablar con tal ternura y devoción de la Virgen que no dejaba de darme una cierta envidia. Y le confesé mi pobre vivencia mariana. “Pero, ¡¡¡hija mía, cómo es posible que no ames a un ser tan dulce!!!”, me dijo muy asombrado. Poco después me regaló un rosario que, evidentemente, yo no sabía cómo utilizar. Todavía tardé un poco en usarlo, pero todo llega.

Santuario Virgen Peregina de Schoenstatt
Fue una tarde de invierno. Comenzábamos el segundo semestre del curso 2007-2008 en el Instituto de Ciencias Religiosas “Victoria Díez de Córdoba”. Era el primer día de clase en una asignatura denominada “Espiritualidad de las formas de vida consagrada”, el profesor, un sacerdote con hábito blanco, que no conocíamos de nada, depositó en la mesa, junto a sus papeles de clase, una diminuta imagen de una Virgen, igualmente desconocida, en algo que parecía un pequeño portarretrato[3]. No tardamos mucho en preguntarle qué era “eso”. El padre nos dijo que era la imagen de la Mater Admirabilis de Schoenstatt y nos contó la historia. Aquella noche, cuando llegué a casa, me metí en el ordenador a buscar aquella palabra tan rara. Averigüé que había dos santuarios en Madrid y allí me presenté un fin de semana en el que fui a ver a mi hija. 
Santuario Virgen Peregina de Schoenstatt en Madrid
Entré en una capillita de reducidas dimensiones en la calle Serrano, ¡estaba tan bien allí dentro que no quería salir! Me sorprendió el “confort” que me generaba. Cuando salí se me ocurrió enviarle un mensaje al móvil al profesor que nos había hablado de ella. Debió de sorprenderse porque me contestó: “Hija, ¿qué haces ahí?”. Creo que en aquel momento la pregunta la encontré fuera de lugar. “Que qué hago aquí, pues… que lo busqué en Internet, lo encontré y vine”. No me contestó, posiblemente él si sabía algo que yo ignoraba. Que la Virgen por fin me había “atrapado”.
     Algunos meses después una persona muy querida se alejaba de Córdoba, tenía trabajo en otro lugar. Sentí un tan desconsolado dolor que, pese a lo dura que soy para las lágrimas, lloré amargamente y maravilla de las maravillas, por primera vez en mi vida sentí que la hermosísima Virgen María me consolaba como una verdadera Madre. A partir de ahí todo cambió. Pero eso ya es otra historia.




[1] Promesa rota (The miracle). Película norteamericana de 1959 dirigida por Irving Rapper e interpretada por Carroll Baker (Teresa), Roger Moore (Capitán Michael Stuart) y Vittorio Gassman (Guido). Música de Elmer Bemstein.
[2] Don Pedro Gómez Carrillo (1941-2012), párroco entonces de la parroquia de San Miguel, en Córdoba.
[3] Se trataba de un pequeño santuario de la Virgen Peregrina de Schoenstatt.

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